Una pequeña narración sobre las insospechadas transparencias del volar
Una vez adentro del avión, traté de acomodar mi bolso arriba. La azafata me ayudó. Primera vez, ¿no? preguntó. Habrá notado el temblor de mis manos cargando el equipaje.
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Chequeó mi boleto y me señaló el asiento. Tuve que pedir permiso a una señora rubia de mediana edad que ya se había calzado el antifaz de descanso. Quien pudiera hacer así, soñar sin despegar.
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Enseguida me abroché el cinturón, y miré los elegantes mocasines que había elegido cuidadosamente para la ocasión. Busqué debajo de ellos el suelo transparente que me permita ver el camino, pero sólo encontré una alfombra gris oscuro.
La señora habrá notado mi disconformidad porque quiso ser agradable y preguntó si viajaba a visitar a la familia, cómo para iniciar la conversación.
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A los cinco años me enteré de la existencia de los aviones, de cómo funcionaban para llevar a las personas a donde querían ir. Cada avión que pasaba sobre la terraza me sonaba familiar, y yo levantaba la mano para saludar a la abuela que vivía muy lejos y venía cada tanto. La imaginaba mirándome desde ahí, detrás de un piso transparente sobre los que descansaban sus piecitos treinta y cinco.
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Sí, voy de visita.
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Cuando aterrizó el avión, la azafata me alcanzó el bolso, saludé a la soñadora y bajé. Compré unas fresias y paré un taxi.
Llegué tarde, con la ceremonia empezada. Mientras todos se iban, me agaché para hablarle cerquita.
No son de cristal los pisos del avión abuela. Vos ya sabias, ¿no? .
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