Una pequeña historia, de esas que se dan al margen de la cuarentena.
Cruzando Lafuente en diagonal, la mochila hace un ruido latoso. Las cervezas descartables chocan con los aerosoles. En el bolsillo más chico llevo guardado un stencil hecho con una radiografía que encontré dentro de la biblioteca, de cuando de pendejo me llevaban al médico por el tema este del asma. Son las dos menos cuarto de la mañana. Zona de clubes, canchas de fútbol y del cementerio de Flores. Mi presencia en la esquina desierta de Riestra no pasaría desapercibida, si alguien me estuviera viendo. Me apoyo en la persiana de un almacén y prendo un pucho. Miro para los dos lados, espero un rato. Cuando sé que no va a pasar nadie, levanto la mochila del suelo y saco un aerosol rojo y el stencil, apoyo la birra en el escalón, bato el frasco y le doy con ganas al pulverizador con la mano izquierda, mientras que con la derecha sostengo el calado de la plantilla sobre una pared del almacén. Estampo ahí el escudo quemero. Doy tres pasos hacia atrás para chequear la impresión. Estoy conforme. Pienso en esos cuervitos que la estaban bardeando los otros días acá en esta esquina, pienso en cuando vean mi obra y les quede bien clarito que este es nuestro lugar. Me pongo la capucha de la campera y arranco a caminar lento para no pudrirla. Un round ganado.
Bajo por Portela y ahí nomás se me cruza un patrullero. Se bajan dos canas y me preguntan por qué estoy donde estoy y qué hacía. Me hablan buena onda dentro de todo. Dicen que recibieron el llamado de un vecino que me vio deambulando. ¡Qué viejo choto! ¿qué tenía que andar de madrugada mirando por la ventana? .
Dos semanas después salió una nota en un diario que contaba historias de transgresiones en cuarentena. Una vieja que salió a tomar sol, otra a andar en bicicleta, dos tipos que saltaron el muro de una cancha de tenis para ir a jugar, una pibita que se metió en el baúl de un taxi para llegar a lo de su novio, un chabón que se calzó el traje de surf y se metió a nadar en Chubut, ahí por donde andan las ballenas. Y entre todaos esas historias estaba la mía. Hasta pusieron lo que le dije a la cana cuando me vino a buscar: “hice esta estupidez porque la gente de Huracán es la más linda”. Corté el pedazo del diario para mandarseloa a mi viejo, quemero de alma. Se va a poner contento, sobre todo ahora que está sólo ahí en la clínica, desde que arrancaron los contagios en el barrio.
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