Un relato de encierro. Una observación ficcional sobre la vida del vecino. La manera en que la mirada se agudiza y flota en esta nueva realidad. La literatura emerge en cada rincón, por las paredes, por las ventanas, dando lugar a nuevos imaginarios.
(Dibujo: Mercedes Roch)
Cuando era chica, cada vez que un ensayo de teatro se superponía con un encuentro con los chicos de la primaria para ir a pasar el tiempo a la heladería de barrio o al patio de comidas de moda, me ponía de malhumor. Cada cumpleaños al que no me dejaban ir, cada verano que no podía sumarme a las vacaciones con amigas, me entristecían. El ticket de haber estado ahí era un comprobante muy valioso. Saber, dentro de veinte años, que aquella anécdota que sería contada en una sobremesa, fue vivida en primera persona, me animaba. La posibilidad de haber experimentado la tarde más aburrida o la más divertida a los trece años, era más que deseable. En mi adolescencia la construcción de un relato futuro me preocupaba enormemente.
Y así fue por muchos años, hasta que sucedió lo impensado. Un virus comenzó a circular por todos los continentes, y alteró nuestros días. Este momento de excepción actual reordenó en forma retroactiva mis preocupaciones adolescentes. Un stop que me otorgó la excusa perfecta para no sentirme afuera. Si todo el mundo, literalmente, había frenado, y los habitantes estábamos refugiados en nuestros hogares, el relato no continuaba y yo no quedaba afuera, sino suspendida.
Observo el balcón del vecino. Pedro tiene una planta de marihuana en el balcón. Cada noche, a eso de las diez y media, atraviesa el marco de la ventana de su departamento moderno y despersonalizado, jarrita en mano. Riega la planta que lo sobrepasa en altura cuando se yergue en el acto de regar. Sale con el torso descubierto en días calurosos, y con musculosa blanca en los más frescos. La prominente panza queda oculta dentro de su cuerpo cuando se inclina. Tiene la habilidad de echar agua y acomodar las hojas al mismo tiempo con una sola mano, mientras que con la otra da pitadas breves al cigarrillo que cuelga de su boca, aprovechando hasta el último milímetro de tabaco. Como un aceitado mecanismo de reloj, vierte el último chorro de agua al mismo tiempo que pita por última vez, y tira la colilla a la calle. El resto todavía ardiente se pierde en el movimiento descendente hasta el asfalto de avenida Rivadavia.
Sara no estuvo de acuerdo cuando Pedro la trajo al departamento. Una amiga le había adelantado información sobre sus propiedades, pero también sobre los riesgos de la tenencia. Aún había una zona gris entre las regulaciones legales y el trabajo policial. De todos modos, tejió una suerte de mantita violeta para cubrir la maceta. Si se mezclaba con el perfil hogareño del resto de las plantas, quizás pasaba desapercibida. Una enfermedad terminal reducía sus días a estar tirada en la cama o en el sillón tejiendo metros y metros de tramas monocromáticas rectangulares que, poco a poco, iban cubriendo y abrigando todos los objetos de la casa. Hasta tejió una suerte de bolsita para los paquetes de cigarrillo de Pedro.
Él sólo fumaba tabaco. Pertenecía a una generación que no había escuchado hablar del porro. Pero el delicado estado de salud de su hija, lo volvió un experto en el arte de cultivar marihuana con fines medicinales. Asiduo cliente de la farmacia del barrio, hace seis meses el farmacéutico le habló de esta posibilidad, y lo puso en contacto con una persona que cultivaba en su casa. Ese día se levantó de la siesta y se arregló frente al espejo de la entrada. Peinó el poco pelo canoso hacia atrás, y salió hacia el encuentro. Así fue que conoció a Graciela, de ahí en adelante su proveedora y mentora. Una señora de unos cincuenta y largos años que le explicó todo. Los cuidados, la forma de alejar a las plagas, los tiempos de regado, su potencial dentro de invernadero y otros puntos.
Mientras los demás departamentos se van apagando, el noveno al frente resplandece blanco y frío en el horizonte. La planta está en una esquina del balcón sin enrejado, resguardada detrás de una esterilla de mimbre que cuelga por el lateral.
A raíz de los sucesivos cambios de humor de Sara, el departamento fue mutando de un hogar anticuado a una especie de sala de espera de consultorio médico. Despojado de todo recuerdo familiar, y funcional al estado de la enferma.
La última semana Sara fue ingresada a una clínica. El dolor se volvió insoportable, a pesar de los esfuerzos de su padre, que preparó cuantos frascos de aceite de cannabis pudo hacer caber en la cocina. Cada uno fue abrazado por un tejido diferente. No variaban mucho los colores pero sí los diseños.
Al volver del cementerio, Pedro dedicó las semanas siguientes a sacar las mantitas de los frascos y de otros objetos de la casa, y las fue pegando en las paredes, hasta cubrir todo el departamento. Se abrigó así, como pudo. Una casa de lana.
Cuando dejaba la persiana levantada, podía verlo subir cauteloso todo su cuerpo de ochenta y pico de años a la escalera, y asegurar a la pared los extremos del tejido con una pistola de silicona.
La imagen se vuelve borrosa, como pasada por agua, y se aleja. Veo una punta de la planta que, a su vez, observa a Pedro. Descienden hasta la altura de la terraza del edificio unas nubes brumosas y de formas definidas que van poblando el cielo. La vista hace un primer plano en mis pies rellenitos, puestos hacia arriba en la baranda de mi balcón, y en la uña del dedo gordo del pie derecho que está morada, productor de algún tropiezo reciente.
Me recuesto en el respaldo de la silla y pienso en Pedro, ahora solo y con una planta de marihuana. Pienso en lo que debe doler la muerte de un hijo. Pienso en la soledad. Pienso en su vida o en todo aquello que imaginé que es la vida de ese vecino.
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