Un cuento de Melina Martire sobre una persona de otro tiempo. Dibujo de María Lublin.
(Dibujo Maria Lublin)
Antiguamente al centro se iba de traje. Antiguamente Flores era un pueblo periférico. La gente usaba sombrero. Un hombre en una casilla en el medio de la calle era el semáforo. Antiguamente todos los miembros de la familia vivían juntos. Aún después de casados, cada matrimonio apenas accedía a un dormitorio en un conventillo. Cada habitación era una familia. Antiguamente el baño estaba lejos y se llegaba pasando por el patio, toda una aventura en días de lluvia o frío. Antiguamente los niños no podían opinar en reuniones de adultos y se los sentaba lejos para comer. Cuando entraban en la adolescencia los más afortunados seguían el secundario, los otros trabajaban con sus padres. Ferreteros, carpinteros, albañiles, agricultores, artesanos, fabricantes de ropa. Antiguamente había menos opciones y por eso, según Mario, la gente era más feliz.
En cualquier charla te interrumpe lo que estás contando para saber exactamente dónde sucedió la anécdota. Si es con una amiga, pregunta dónde vive. Si es en el trabajo, consulta qué colectivos pasan por ahí. Si es con una pareja, intenta recordar dónde trabajan los padres de esa persona, sólo para asociar una calle, un sitio que le dé el puntapié para comenzar un monólogo sobre referencias del pasado. La calle Perón antes era Cangallo. Donde está el Mercado del Progreso en Caballito, había una veleta que marcaba el centro geográfico de la ciudad. El Abasto fue un mercado de frutas y verduras. El colectivo número dos fue un tranvía. El tren San Martín llevaba el vino a granel desde Mendoza a La Paternal y ahí se envasaba.
Acá estoy yo, el de la izquierda. Fijate que atrás dice mil novecientos cincuenta y tres. Tres años tenía, por eso no me acuerdo mucho.
La foto con un delicado marco ondulado, como cortado con las tijeras que usan las maestras de primaria. Blanco y negro de diez por quince. Apostados cual equipo de fútbol, atrás están parados los hombres jóvenes. Sentados las mujeres y los niños. Mario es el de saco gris cruzado con doble hilera de botones cerrado hasta el cuello. Su cara pequeña parece no poder apropiar el oxígeno.
Cada foto es una anécdota, una historia, un lugar. Eso, sobre todo un lugar. Mario recuerda a través de la ubicación, del espacio.
Esta es en Mar del Plata, ahí tendría diez años como mucho.
Un nene desgarbado y sonriente posado arriba de unas rocas, cual conquistador del océano. Abajo lo está esperando la madre con malla enteriza y peinado definido gracias al trabajo de los ruleros. Unas sombrillas al fondo y poca gente dentro del mar.
Acá con mis primos en el Tigre, en el barco que estaban construyendo nuestros padres. Mirá que cancheros con esos shorts, eran los que estaban de moda.
Algunos están en la orilla del río, otros metidos hasta la cintura. Los rostros aventureros, casi salvajes. En esos años tener al menos una casita era sinónimo de un espíritu libre. Los porteños iban a pasar el fin de semana con toda la familia, descubriendo los paisajes por fuera de los límites de la ciudad. En este caso la excusa era el armado de la embarcación, que en la foto se ve como una modesta canoa más que como la nave que describe Mario.
De la caja surgen fotos de años posteriores que, a contramano de los avances tecnológicos, lucen desenfocadas y añejas, intervenidas por la tijera. A medida que los años de Mario avanzan, las imágenes se vuelven tristes. Se vislumbra qué fotos son de antes y cuáles del después de la separación de sus padres. Incursionó en el collage como terapia personal. Los recuerdos familiares que intentan ser anulados. La madre tachada con marcador rojo, los progenitores desunidos por cortes, el padre sin cara, su rostro migrado a otra imagen junto a él en el galponcito que alquilaron luego para fabricar camisas. Tías canceladas. Paisajes borrosos. Fechas anotadas con biromes de trazo enojado. En una foto la madre fumando apoyada en la entrada del casino marplatense, su contorno desdibujado sobre la mole arquitectónica, es un espectro. Al fondo de la caja un pedazo de foto, el nuevo marido de ella en actitud de brindis, mutilado por el brazo en alto.
Hace largo tiempo que Mario está en otro lado. En ese pedacito de infancia que le quedó sin tachar, como quien se refugia en el último ángulo de sol sobre la vereda al final de la tarde.
Pasar por la memoria ese álbum de fotos malherido lo impulsa. Antiguamente es la palabra que más repite por día. Esa palabra inicia una historia sucedida hace mucho, una forma de vida anterior, costumbres extinguidas, lugares que ya no existen, perecidos detrás del abrumador paso del tiempo. Él, firme testigo y garante de una antigüedad poco definida. Él, parado frente a su puerta, de espaldas a todo lo posterior.
Pega en el monitor de la computadora las frases que lee en las redes sociales. Va cambiando los carteles según qué imagen o vídeo compartido por algún contacto lo inspiró. “No hay máquina del tiempo más hermosa que una vieja canción”. “Los inteligentes disfrutan de su soledad, los demás la llenan con cualquier persona”.
La más reciente dice “la depresión es exceso de pasado, la ansiedad exceso de futuro, el presente es estar en paz”. Mario pertenece al primer grupo. Se escribió a sí mismo en un papel que mira todos los días cuando prende la máquina. El pasado para él no es un punto de partida sino un lugar a donde llegar.
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