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Melina Martire

El poder de la palabra

Una muchacha apellidada Vargas se prepara para su gran debut, amadrinada por Altamira, guiadora de debutantes. Se presenta el día indicado en una oficina donde se encuentran la madrina, un secretario y Alfredo, el veedor de debutantes. Allí será sometida a un meticuloso proceso de violencia psicológica de tal magnitud que no entenderá si se trata de un sueño o una pesadilla. Por momentos la protagonista logrará subvertir el orden establecido, mostrando las miserias de un veedor empequeñecido; sin embargo, lo que predomina en el ambiente de El alumbrar de Vargases su sometimiento.

Un espacio gris y monótono –con dos escritorios, un perchero y un pizarrón– da la abrupta bienvenida a la protagonista, a quien hacen salir y esperar por “haber llegado temprano”… aunque luego le recriminan que ha llegado tarde. La obra contiene muchísimas contradicciones como esta; juegos de palabras, negaciones y reformulaciones sirven perfectamente a quienes guían a las debutantes, con el propósito de marearlas hasta volverlas dóciles.

Alfredo y Altamira señalan –luego de hacer un diagnóstico totalmente arbitrario sobre el estado físico y mental de Vargas– que es portadora de una enfermedad de la que debe deshacerse. Por ello la someten a una serie de pruebas físicas y de agudeza mental para que demuestre que está lista: desde ejercicios de salto de rana hasta una especie de juego del ahorcado que debe completar en el pizarrón en el menor tiempo posible. Momentos tensos –y a la vez cómicos por ser tan incoherentes y absurdos– muestran la locura de esta estructura educativa y aleccionadora. Sin embargo, si bien forman parte del mismo grupo, existe una diferencia imperceptible entre ellos: Alfredo es un nombre propio, en cambio Altamira y Vargas son dos apellidos que denotan una impersonalidad que desdibuja las figuras femeninas. En esta parte de la cadena de mando, la protagonista responde a Altamira y ella a su vez a Alfredo, el dueño del escritorio más grande.

Los veedores, vestidos con tristes y rigurosos trajes grises –a diferencia de Vargas que irradia energía y vitalidad en un vestido fucsia– han pasado gran parte de su vida en una misma oficina sin ver el sol. Responden a una estructura que los excede y precede, y de la cual dependen; son soldados de un ejército administrativo que recuerdan a los trabajadores invisibles de la novela El Proceso de Franz Kafka. Allí, un hombre es sometido a un juicio irrisorio y termina siendo condenado sin siquiera haber podido averiguar de qué se lo acusa ni conocer al tribunal que debe juzgarlo. Del mismo modo, en la obra desconocemos si el debut tiene que ver con la sexualidad, con la religión o con lo profesional, y acaso poco importa ya que esa interpretación puede quedar en manos de cada espectador.

La premisa que habilita El alumbrar de Vargas es que no es necesario recurrir a escenas de violencia explícita para lograr una puesta en escena por demás contundente. La violencia del lenguaje –que es la más difícil de advertir y también de escenificar– es lo que atraviesa la obra. Vargas es sometida a amenazas constantes que le dictan que si no pasa con éxito las pruebas, nunca podrá triunfar. Le hacen creer que lo hacen por ella, para que al sufrir logre hacerse más fuerte y de ese modo, poder enfrentar la mirada de los otros en su debut: es el martirio de la elegida para ver la luz, para alumbrarse.




Ficha técnico-artística

Autoría: Gilda Bona.

Actúan: Raquel Albéniz (Altamira), Celeste Campos (Vargas), Emiliano Díaz (Alfredo), Cristian Di Conza (secretario)

Vestuario: Alicia Gumá.

Escenografía: Alejandro Richichi.

Iluminación: Lucas Orchessi.

Fotografía: Nicolás Purdia.

Diseño Gráfico: Mande Estudio de Diseño.

Prensa: Octavia Comunicación.

Producción ejecutiva: Anabella Moreno.

Dirección: Gilda Bona.

Sala: Teatro Anfitrión(Venezuela 3340, CABA)

Funciones: Jueves 21hs


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